martes, 31 de enero de 2012

Bienvenida


  Ha vuelto entre oscuro ropaje
  y estridentes risas.
  ¡Es la locura de mi corazón!

  Hoy quiero darle la bienvenida,
  rendirle un culto:
  asir su trémula mano de amor.

  Mujer de hielo y luna;
 diosa terrible.
  Duermo en tus brazos mi muerte.

  Y a la aurora de tu rostro
  siempre nuevo,
  vacilo y tiemblo, huyo de ti.

  Hoy quiero darte la bienvenida,
  diosa-mujer,
  ¡locura ardiente del corazón!

lunes, 30 de enero de 2012

Extrañamiento



Extraño. Mi rostro
en el espejo;
mi propia voz
absorbida por un etéreo oído.

Es mi mundo en penumbra.
Son mis sueños
urgidos del calor de un beso.

Harto me soy extraño.

Al borde del silencio,
náufrago en la nada de mí,
en la tormenta de mi cuerpo.
Para luego olvidar…


El último día




… ¿qué aprovechará al hombre, si ganare
todo el mundo, y perdiere su alma?
Mateo 16: 26.

Había despertado esa mañana como en otra cualquiera. La luz del naciente día se filtraba a través de las blancas cortinas alegremente, invitándolo a hacer algo nuevo, a recrearse la vida. Él sentía en su pecho esa halagüeña petición de la naturaleza, ahora liberada a sí misma. Su rostro esbozó por un instante una sonrisa, como contemplando la posibilidad de una gran empresa; pero, casi enseguida se borró, ensombrecida en una mueca provocada por una mala experiencia, que no alcanzaba a recordar. Entonces, se levantó maquinalmente de la cama e inició el rito cotidiano del baño y el acicalamiento, del desayuno, de la prisa por alcanzar el transporte que lo lleva al trabajo.

            Por la ventanilla mira a la gente en las calles. Todos caminando a prisa en distintos sentidos, chocando unos con otros, repeliéndose y enderezando cada uno el destino que les toca en esa mañana. Entonces quiere invadirlo un sentimiento de dolor y de pánico por él y por todos, pero la escena dentro del autobús se lo impide: adelante, en los primeros asientos, una viejecita pobremente vestida conversa con la mujer que le acompaña; más allá, en la otra hilera de asientos, un hombre obeso cabecea, durmiéndose; y a su lado, un niño uniformado se prepara para tomar su mochila y bajar. «Todo está permitido», se escucha, como un susurro interior. Nada anormal había en lo que estaba pasando, nada qué denunciar ni qué juzgar negativamente.

            Al llegar a las puertas de su empleo compró a una muchacha el periódico, echando un vistazo a las noticias de la primera plana. «Anuncian inminente crisis económica», leyó en el encabezado; luego, al margen derecho y al centro de la página alcanzó a ver la nota que decía: «Encuentran tres cuerpos decapitados en un vehículo abandonado». Entonces dobló rápidamente por la mitad el diario, súbitamente, girando la mirada a la puerta de la oficina donde trabajaba, y se encaminó casi inconscientemente a su interior. Saludó a los compañeros que ya estaban presentes y se sentó a su escritorio, desdoblando otra vez el periódico.

            En el fondo de su mente se preguntaba en secreto qué tanto tenía que ver él con esas cosas que sucedían, es decir, cómo formaba parte de esa historia, si es que formaba parte de ella. Pero, ¿acaso no era él tan ajeno a todo tipo de violencia? ¿Acaso no se dedicaba diligentemente a su trabajo en el despacho? ¿Por qué entonces la violencia y las crisis? ¿Tenía él algo que ver en ello?

            Estas cuestiones lo inquietaban secretamente, mientras se dedicaba a hacer balances y demás operaciones contables en su escritorio.

-¡Sr. López! –Lo llamó en un grito su jefe, el Sr. Martínez, en cuanto lo vio en su puesto-: es la última vez que le permito que llegue usted tan tarde. La entrada es a las 8:00 y son las 8:30. Ni siquiera yo que soy su jefe me doy el lujo de llegar 30 minutos tarde a trabajar. ¿Quién se cree usted?

Sabía que eso era algo inoportuno y desafortunado. La voz autoritaria de su jefe le molestaba profundamente, lo cual le producía comezón en las manos. Sus manos ardían, como si la sangre en ellas estuviera hirviendo. Pero, por fuera, temblaban, y él balbuceó:

            -¡No, señor…! Ha sido por el tráfico… Pero… ya… no volverá a pasar.

-Más le vale, porque si no, será mejor que se busque otro trabajo.

            -  Así será…

            El Sr. Martínez dio media vuelta dándole la espalda y atravesó el umbral de su oficina, cerrándola al entrar. López permaneció en su lugar, aún perturbado por la terrible amenaza de perder el trabajo. Aunque había algo más en el fondo, otro motivo de su desazón, que no alcanzaba a conocer ni él mismo. Y se puso a seguir con su trabajo contable.


López había conocido a Lucy en el autobús, ya que sus respectivos trabajos estaban sobre la misma ruta. Ella trabajaba como enfermera en un hospital privado del centro de la ciudad y, una vez que iban en el mismo transporte, él amablemente le ofreció su lugar. Al verla, su rostro le había parecido tener un resplandor que le daba confianza: «Ésta sí sabe amar» –pensó, muy en el fondo. Esa vez, cuando ella bajó, se despidieron con una mirada y una sonrisa muy francas, como asegurando un futuro encuentro. Y así fue.

            Los encuentros en el transporte se volvieron esperados por López; en realidad, la parte más agradable de su rutina. Era la única ocasión del día en que podía conversar humanamente con alguien. Lucy lo comprendía, y él podía confesarse con ella como si fuera consigo mismo, sin la más mínima reticencia. La alegría que le producía su trato con ella era de una liberación extraordinaria; el amor que le llegó a tener era puro, es decir, incondicional.

            Empezaron a salir juntos, prolongando aquellas charlas en que él se recreaba alegremente. A veces iban al cine, otras veces al parque o a cenar juntos; en otras ocasiones, simplemente, Lucy iba a su casa, y la pasaban juntos día y noche. Y todo parecía perfecto. Pero nunca, ninguno había mencionado nada acerca de un compromiso formal. Y cuando López se atrevió a mencionarlo, Lucy mutó su semblante.

-¿Qué? Pero si eso no es necesario… Así estamos bien…

-¿No quieres casarte conmigo? – Inquirió López, con cierto aire de tristeza-. Creí que todo estaba bien entre nosotros.

-¡No todo!… - Contestó, insidiosa-. Es cierto que nos llevamos bien y, en verdad, yo te aprecio mucho, pero… Tú sabes… Esto es sólo una prueba y, la verdad, yo deseo asegurar mi bienestar económico… Te lo iba decir…

            Estas palabras de Lucy, como si hubiesen envenenado el aire que él respiraba, le carcomían el corazón. Todo el idilio que había imaginado de su vida con ella, todas sus esperanzas, se derrumbaban de súbito.

            A pesar de esta situación, él le propuso continuar, con la idea en mente de convencerla, y ella aceptó su propuesta. Sin embargo, ya nada era igual que antes. Aquella confesión, quizás la única sincera que le hiciera Lucy, había matado sus esperanzas y, con ello, su gozo y su buena actitud presentes; y López era incapaz de revivirlas.


Eran ya las cinco de la tarde. Algunos de sus compañeros ya se habían adelantado en salir. López finiquitaba algunas operaciones en su escritorio, cuando sonó su celular.

            -¡Bueno!

           Era Salazar, un viejo compañero de la universidad con quien solía ir de parranda. La llamada tenía ese fin. Y era muy significativa para ambos, después de años de no verse. De alguna manera, le serviría para salir un poco de su frustración amorosa platicar con alguien que lo pudiera entender y aconsejar.

            -Claro. Ahora estoy por salir del despacho. Si quieres nos vemos en “El periodista” en una hora… Está bien… Hasta luego.

            Entonces se levantó y salió del lugar, hacia la calle.

            -«¿Qué habrá sido de Salazar en estos últimos años?» –Se preguntaba, entre sí, mientras se encaminaba por la acera hacia la parada de los camiones que lo llevaran al lugar de la reunión.

            Ciertamente, sabía que su amigo se había casado hacía dos años con Mónica, que era una compañera de la facultad. Pero ellos y otros camaradas habían compartido entonces muchos momentos a los cuales él era ajeno, en su habitual y congénito retiro de la chorcha vulgar. Por eso le inquietaba saber el rumbo que había tomado la vida de sus amigos en el matrimonio. También quería saber más acerca del éxito profesional de Salazar, de lo cual tenía sólo vagas noticias.

            Al internarse en el bar, el ambiente en penumbra y el característico olor a alcohol revivieron en su memoria los pasados momentos de compañerismo. Pero de eso ya habían pasado diez años, en los cuales no había vuelto a ver a su excompañero; tan sólo sabía de lo que se enteraba a través de otros, como lo de su matrimonio con Mónica.

            -¡Mi estimado Adrián López! ¿Cómo le ha ido al señor?- Oyó la voz entusiasta de Salazar, viniendo desde la barra. Allí estaba, algo cambiado: más gordo, bien vestido, y prodigando un lenguaje mesurado y seguro, calculado, que a López le dejó una mala impresión, como de hipocresía.

            -¡Hola, Gilberto! ¿Cómo has estado?- Le dijo mientras se estrechaban en un saludo y abrazo fraternal.

            Se sentaron a la barra y pidieron unas cervezas. La curiosidad de Adrián no menguó con el choque que recibió al ver el estado físico y psicológico en que hallaba a su viejo amigo. Miraba con profunda atención todos sus gestos y movimientos, a la par que hurgaba mentalmente, meticulosamente, el sentido de sus palabras. Ese no parecía Salazar; parecía otro que pretendía suplantarlo por algún oscuro motivo.

            -Me enteré que ahora participas de las acciones de la empresa en que trabajas- inquirió Adrián.

            -¡Ah, sí! Veo que ya te fueron con el chisme… Fue algo que me costó muchos años de esfuerzo. Esperaría que tú también cambiaras tu suerte, si trabajaras en una empresa diferente, no en un despacho…

            -Bueno, la verdad es que estoy bien así. Lo que más deseo es tener tiempo libre, sin demasiadas preocupaciones.

            -¿De veras? Pues ¡qué aburrido, hermano! Perdona que no comparta ese deseo tuyo. Además, tú ya sabrás que me casé, y tengo que ver por el bien de la familia.

            -Sí, ya supe. Y, ¿cómo les ha ido?

            -Pues bien, creo. Casi no nos vemos durante el día, porque ambos trabajamos. Pero en la noche… tú ya sabes… Aunque todavía no tenemos hijos. No creo que sea el momento de criarlos todavía.

            Adrián volvió a sentir un impacto afectivo de tristeza al oír estas palabras a Gilberto. No era lo que esperaba oír. Hubiera querido escucharle decir que, a la par de un trabajo solvente, compartiera un buen tiempo con Mónica, construyendo un proyecto de vida en común, con hijos, etc. Pero, todo resultó en decepción.

            -Bueno, espero que pronto los tengan, y que hagan una verdadera familia.

            -Sí, ya vendrá ese día. Y tú, ya verás que también vas a caer

            -¡Dios te oiga!

            -Sí, pero no te atengas.

            El resto de la charla no representó nada de especial interés para Adrián, que siguió mirando con sorpresa a su interlocutor, como a un extraño, más aún después de darse cuenta de su verdadera naturaleza. Empezaba a advertir que la imagen que tenía era la del Gilberto joven que conoció en la facultad. Este era un Gilberto ya envejecido, y no sólo por el tiempo, sino por una enfermedad cuyos síntomas no había visto aún en aquellos días de estudiante, porque no era el momento de su manifestación. Ahora, el mal parecía avanzado, incurable.


Adrián llegó a su casa a medianoche. En medio de la oscuridad, entre sus paredes, inmerso en el vértigo que el alcohol le producía, se sentó a pensar. Estaba solo. Se sentía más solo que nunca antes. Pensaba en él, en su vida sin sentido, y con todas las fuerzas de su deseo trataba de recordar algo bueno en esa vida. Inexorablemente, fueron desfilando frente a sus ojos los recuerdos tristes: la cotidiana desdicha por no haber encontrado una vocación genuina a qué consagrarse, los fracasos amorosos, y la soledad, sobre todo, que no era más que esa tristeza de saberse ajeno a los demás, separado, desunido. Sí, la soledad era lo que más le dolía.

            Pero en medio de ese mar tempestuoso de imágenes y sentimientos tristes brillaba una tenue luz de alegría. Era él mismo, o más bien dicho, su inquietud, su vida. De pronto se dio cuenta de que la causa de su tristeza no residía tan sólo en la mala suerte o en la adversidad de las circunstancias, sino en un secreto propósito que se albergaba dentro de él, en su mente. Había sufrido porque quería una vida distinta a la vida común. Reconoció su propio deseo y sonrió. Pero el cansancio de la jornada le hizo cerrar los ojos…

Quizás mañana, al despertar nuevamente, si lograra recordarlo, convertiría ese sueño en realidad.

Murmullos










Murmullos.
Huellas de luz lunar
evidencian la huida.
Noche animal.

Rapto a sí mismo.
Vertiginoso,
un mundo se oculta en sí,
monstruoso
a la luz del día.

Fórmulas y máscaras,
silenciosas traiciones,
constituyen la vida.

¡Venga tu reino,
misterioso obrero,
que de la noche haces día!
Tus manos, manos divinas.

domingo, 29 de enero de 2012

Roxana




Roxana me miraba fijamente, como a través de mí. No pude evitar cierta desazón, aunque alegre. Hermosa, erguía su figura frente a mí: sus colgantes senos, como místicos frutos a los que sólo un ser superior podía acceder; y sus torneadas caderas, eran música ardiente a mis sentidos. Pero, era sobretodo la mirada suya, su mejor caricia, una caricia al alma.

Desde que la vi por primera vez cambié completamente mis hábitos cotidianos. Procuraba desayunar en el mismo lugar que ella, en la facultad de ingeniería; fingía leer junto al pasillo donde solía pasar; y soñaba, a toda hora, con ella. Dejé de andar con mis amigos, tornándome más solitario, con el único propósito de verla y, quizás, que ella me viera a mí, como aquella vez. Esta obsesión hizo también que descuidara mis estudios, con sus fatales consecuencias.

Pero, mis encuentros con Roxana no resultaban como los esperaba. Siempre se hallaba escoltada por sus amigas, además de que me traicionaba un extraño temor. ¿A qué se debía éste? No estaba seguro si era tan sólo por miedo a que si me aproximaba a ella no me aceptaría como yo lo esperaba, o a cierto vituperio de los demás, que imaginaba me sobrevendría por aspirar a los encantos de una mujer tan perfecta. Quizás eran ambas cosas. Así, pues, viví varios meses, que me parecieron eternos, la tragedia de esta contradicción entre mi deseo y mi excesivo pudor.

Yo trataba de paliar el dolor de mi tragedia con la poesía. Un sinnúmero de poemas caían en mi entorno como las hojas muertas de un árbol de otoño, en medio de mi desesperación. Hasta que un día todo eso se me acumuló en el alma y lo expresé en un solo grito, certero y escueto, llamándola a mi lado, pronunciando la mágica palabra, su nombre: Roxana. Sabía que mi llamado había subido hasta el cielo, que había sido escuchado, y me levanté seguro, con la certeza de que ella estaría conmigo, no sabía cómo ni cuando, pero lo sabía y no podía dudarlo.

Ese día fue el resplandor de su voz que me dijo desde sí: “Aquí estoy, fiel a tu deseo”. Maravilloso. El mundo entero era mío: Roxana era mía. Y era un día común, igual que ahora.


El tiempo junto a Roxana no parecía transcurrir, como si no existiera. Sólo su imagen llenaba mi conciencia. Toda mi vida giraba a su alrededor. Y sin embargo, esta vida era riquísima en sorpresas: nos descubríamos a diario, y a diario volvíamos a sernos extraños. En el Parque, en el Malecón o en las veces que salíamos de la ciudad a conocer otros lugares, y sobretodo en los relieves de nuestros actos y de nuestras palabras, se gestaba nuestro mundo. Ciertamente, cuando no estaba con Roxana, pensaba en alguna actitud suya o en algunas frases que me hubieran sido extrañas. Reflexionaba sobre su persona, y cuando volvía a verla y surgía el tema, le revelaba esas ideas que le eran desconocidas a pesar de tratar sobre ella misma; y Roxana terminaba por aceptar algo de verdad en ellas, sorprendida.

Un día, yo la esperaba con incertidumbre en la Plazuela Rosales. No estaba seguro si habíamos hecho cita o no, o si realmente era en ese lugar. Era extraño. Era como si Roxana no existiera físicamente, sino que fuera una especie de fantasma, una especie de ilusión de mi conciencia. Dudaba de todo ese mundo que creía haber construido junto con ella o, más bien, no me resultaba del todo satisfactorio si no lo podía palpar; necesitaba una certeza sensible de ello. Sólo el contacto físico, carnal, podía aliviar aquella angustia que me sofocaba. Cuando ella llegó, advertí que había experimentado la misma incertidumbre.

Inadvertidamente estuvimos el primer día en mi habitación estudiantil. Roxana llevaba un vestido de seda, ligero, suave y cálido como un aliento humano. Y su calor, convertido en un vapor celestial, nos envolvió a los dos juntos, en un solo cuerpo. El beso, nuestro beso, fulguraba en nuestras cabezas como un relámpago en la oscuridad, profundo, queriendo anidarse en nuestras entrañas. Yo sentía la forma de su cuerpo en mis manos y eso me devolvía la certeza de su existencia, y la mía propia. Era cierto, ya no podía dudarlo. La mujer de mis sueños era una realidad.

Mi dicha era perfecta, aunque no la compartía con nadie. Sólo éramos ella y yo; lo demás no importaba. Por ello, el momento en que me encontré con aquel viejo significó un mal augurio. Era un profesor de la facultad que nunca me había dado clases, ni tampoco lo había visto dar a otros. Daba la impresión de no existir, es decir, de ser como un eco de un pasado ya extinto, casi olvidado. Pero su voz la escuché muy clara: “¿Acaso crees, niño, que hay un Destino?” Sin que hubiese tenido ninguna conferencia con él, sabía lo que pensaba, seguramente porque me había observado con Roxana, sin que me diera cuenta. Sus comentarios me exasperaban, sobretodo por calificarme de “niño”. Sin embargo, la novedad de su discurso despertaba la curiosidad de mi espíritu y me hacía escucharlo con atención, sopesando sus palabras:

-El amor a un destino ilusorio conduce a la impotencia más vil en el hombre, por la cual es capaz del homicidio. Y esto significa también su propia muerte. Escucha con atención lo que te digo y hazlo: no creas a ninguna ilusión de destino realizado, antes bien, trabaja constantemente por tu deseo en tu realidad.

Creí entender vagamente el oráculo que, sin embargo, despreciaba. No podía permitirme romper con la alegría que mi noviazgo con Roxana significaba, tan sólo por los desvaríos de un anciano loco. No obstante, un cierto vestigio de cautela se atisbó en mi conducta desde entonces.


Lo que había entrevisto en la actitud de Roxana algunas veces como una mera inclinación natural, que no representaba ningún peligro para nuestra relación, se fue revelando poco a poco en su verdadero sentido. Éramos tan unidos, que a cualquier cosa que la afectase yo era sensible en ese momento y tenía conciencia de ello. Sus ojos, la expresión de su cara, un leve cambio en su conducta, me lo decían todo con claridad. En muchos sitios donde nos reuníamos había advertido que Roxana deseaba a cierto tipo de hombre, muy distinto de mí, por cierto. Pero, aunque vacilaba un poco en mi interior la fe en ella, enseguida, su mano estrechada por la mía, su frente sobre mi pecho y su sonrisa abierta hacia mí, me devolvían cualquier confianza que le hubiese perdido. Roxana era mía.

En cierta ocasión, en la facultad, estábamos ella y yo conversando con sus amigas, y una de ellas nos presentó a su novio. Correspondía a su prototipo, por lo cual advertí su reacción cuando lo miró. Se trataba de un médico recién egresado.

-¿Y ya trabajas? - Preguntó ella, en un tono de meloso interés.

Las miradas que se cruzaban entre ellos eran profundas, y esa actitud de Roxana en mi presencia me dolió bastante. Parecía que yo ya no importaba, que ni siquiera existía. En cuanto a él, de momento, podía tener mi indulto, puesto que no sabía cuál era la situación.

-Roxana, tenemos que irnos, ¿o ya lo olvidaste? – Le dije, con la voz un poco lastimera.

Y nos fuimos. Pero nuestra relación se hallaba petrificada por un muro de silencio. La sonrisa que me obsequiaba era sólo por hábito; de nada valía cuando interiormente ya no éramos los mismos. Fue entonces cuando por fin me atreví a hacerle notar su gusto por esos prototipos de hombres. Ella lo negó, aunque con cierta reserva. Igual cuando le hice ver su inclinación hacia el médico.

-No seas tonto, Emanuel… Fíjate en lo que estás haciendo. –Me contestó con cierto aire de tristeza y temor, que pude percibir en su voz y la expresión de su rostro.

De verdad, Roxana no tenía conciencia de aquello de que le hablaba. Sin embargo, no tardó en darse cuenta que había mucho de cierto en ello. Pero, aún así, me juraba fidelidad, pues “ella me había escogido a mí”. ¡Qué endeble era para mí esa razón! Para mí: un creyente del destino del deseo. Si ella era predestinada para mí, no tenía por qué pasar aquello. Y ahora creía ver que su destino no era yo. Esto me produjo un dolor indescriptible, que iba creciendo en la misma medida en que constataba sus amoríos con el médico.


Llegó el fin de semestre, el inicio de las vacaciones, y yo volvería a mi terruño, a la casa de mi madre. Eran los días de las posadas. Y los alumnos de nuestra facultad celebraríamos una en la Isla de Orabá. Allí estuvimos Roxana y yo, y el otro, que acompañaba a su novia. La fiesta empezó a las cinco de la tarde, con el crepúsculo. Mientras ella charlaba con sus amigas y ayudaba en la colocación de la piñata, yo recordaba el sentido que para mí había adquirido un momento así desde que conocí a Roxana: el suave velo de la noche que se anunciaba despertaba en su faz una extraña sonrisa, dulce y temible. Era el preámbulo de los besos y caricias que la luz del sol, en cierto modo, proscribía.

Me acerqué al margen del río, y lo contemplé largo rato. Me dejé hipnotizar por su carrera muelle y silenciosa, incesante… Con las sombras que se cernían sobre él, se asemejaba a un monstruo dormido, divagante, caótico. De súbito, sentí un escalofrío, como si algo terrible se acercara. Oí unos pasos a mi espalda y volví la vista. Era el médico, que venía con un aire de seguridad hacia mí. No le bastaba haberme privado del amor que Roxana había puesto en mí: ahora quería burlarse, reírse en mi cara.

-¿Cómo estás? ¿Saboreando la melancolía del río crepuscular? – Y soltó una risita burlona. - ¡Vamos, viejo, no seas niño!

No pude constreñir el deseo imperioso de borrarlo de mi vista. Loco de ira y de venganza levanté mi brazo esgrimiendo un cuchillo que había tomado de entre los enseres de la fiesta, y lo clavé con furia en su corazón. Sentí en mi mano los espasmos de su muerte, como una corriente eléctrica que me sacudía, mientras me miraba aún con aquella mirada de ironía que ahora estaba hueca, sin vida. Mis labios empezaron a temblar, en un acceso de miedo, a punto del sollozo por haber matado a un semejante, y de una ira más que salvaje hacia tan odiado objeto. Entonces, saqué el cuchillo y con renovada furia cercené su garganta. Mis manos recibían el baño de su cálida sangre con un gozo delirante, frenético. Y lo arrojé al río, donde las oscuras aguas consumieron al bermejo, cómplices de mi locura.

-¡Emanuel! – Se escuchó lejano el grito de Roxana, llamándome.

Entonces desperté de mi espanto. Estaba con el agua arriba de las rodillas, pero mojado hasta la cabeza, en medio de la noche. En cuanto me fue posible, reaccioné y pude salir de mi ignominia, de mi delirio. Así me presenté frente a Roxana y él, empapado. Ya habían pedido posada, María y José, y los pastores, y ya habían roto la piñata. Y yo, Emanuel (qué singular sonaba ahora mi nombre), me sentía aún poseído por la pesadilla de que acababa de emerger.

-¿Qué estabas haciendo? – Me preguntó ella, mientras me veía de pies a cabeza, sorprendida de mi estado. El médico también se miraba confundido.

Yo sólo los miré con cierto ánimo de piedad. El viejo oráculo había tenido razón. Si ella estaba ahí, junto a él, era por mi propia culpa. Roxana no era mía; Roxana era Roxana. Y yo, por primera vez juzgado y redimido, tenía la oportunidad de ser yo mismo. Roxana era Roxana, y yo, Emanuel. Dos personas libres.

Mujer y poesía














Aquí, de pronto te miro:
Virgen, Aurora, la Misma.
Tu angélica voz me ordena
que te cante, que te siga.
¿O soy yo mismo quien dícese
estar de ti sin compañía?

Eres un presentimiento;
preludio de nueva vida.
Casi tan real como una idea:
voz de mujer que musita
al alma un destino cierto.

Yo sé que vendrás un día,
cual frágil naturaleza.
Que entre mis manos, dormida,
producto de mis desvelos,
te me darás prevencida.
Mágico fruto de fe.

Hoy trabajo tu conquista,
esclavo en tu sombra-luz
(cual de Jacob su porfía
con el ángel que venció),
germen de ti: la poesía.