… ¿qué aprovechará al hombre,
si ganare
todo el mundo, y perdiere su
alma?
Mateo 16: 26.
Había despertado esa mañana
como en otra cualquiera. La luz del naciente día se filtraba a través de las
blancas cortinas alegremente, invitándolo a hacer algo nuevo, a recrearse la
vida. Él sentía en su pecho esa halagüeña petición de la naturaleza, ahora
liberada a sí misma. Su rostro esbozó por un instante una sonrisa, como
contemplando la posibilidad de una gran empresa; pero, casi enseguida se borró,
ensombrecida en una mueca provocada por una mala experiencia, que no alcanzaba
a recordar. Entonces, se levantó maquinalmente de la cama e inició el rito
cotidiano del baño y el acicalamiento, del desayuno, de la prisa por alcanzar
el transporte que lo lleva al trabajo.
Por la ventanilla mira a la gente en las calles. Todos
caminando a prisa en distintos sentidos, chocando unos con otros, repeliéndose
y enderezando cada uno el destino que les toca en esa mañana. Entonces quiere
invadirlo un sentimiento de dolor y de pánico por él y por todos, pero la
escena dentro del autobús se lo impide: adelante, en los primeros asientos, una
viejecita pobremente vestida conversa con la mujer que le acompaña; más allá, en
la otra hilera de asientos, un hombre obeso cabecea, durmiéndose; y a su lado,
un niño uniformado se prepara para tomar su mochila y bajar. «Todo está
permitido», se escucha, como un susurro interior. Nada anormal había en lo que
estaba pasando, nada qué denunciar ni qué juzgar negativamente.
Al llegar a las puertas de su empleo compró a una
muchacha el periódico, echando un vistazo a las noticias de la primera plana. «Anuncian
inminente crisis económica», leyó en el encabezado; luego, al margen derecho y
al centro de la página alcanzó a ver la nota que decía: «Encuentran tres
cuerpos decapitados en un vehículo abandonado». Entonces dobló rápidamente por
la mitad el diario, súbitamente, girando la mirada a la puerta de la oficina
donde trabajaba, y se encaminó casi inconscientemente a su interior. Saludó a
los compañeros que ya estaban presentes y se sentó a su escritorio, desdoblando
otra vez el periódico.
En el fondo de su mente se preguntaba en secreto qué
tanto tenía que ver él con esas cosas que sucedían, es decir, cómo formaba
parte de esa historia, si es que formaba parte de ella. Pero, ¿acaso no era él
tan ajeno a todo tipo de violencia? ¿Acaso no se dedicaba diligentemente a su
trabajo en el despacho? ¿Por qué entonces la violencia y las crisis? ¿Tenía él
algo que ver en ello?
Estas cuestiones lo inquietaban secretamente, mientras se
dedicaba a hacer balances y demás operaciones contables en su escritorio.
-¡Sr. López!
–Lo llamó en un grito su jefe, el Sr. Martínez, en cuanto lo vio en su puesto-:
es la última vez que le permito que llegue usted tan tarde. La entrada es a las
8:00 y son las 8:30. Ni siquiera yo que soy su jefe me doy el lujo de llegar 30
minutos tarde a trabajar. ¿Quién se cree usted?
Sabía que eso
era algo inoportuno y desafortunado. La voz autoritaria de su jefe le molestaba
profundamente, lo cual le producía comezón en las manos. Sus manos ardían, como
si la sangre en ellas estuviera hirviendo. Pero, por fuera, temblaban, y él
balbuceó:
-¡No, señor…! Ha sido por el tráfico… Pero… ya… no volverá a pasar.
-Más le vale,
porque si no, será mejor que se busque otro trabajo.
- Así será…
El Sr. Martínez dio media vuelta dándole la espalda y
atravesó el umbral de su oficina, cerrándola al entrar. López permaneció en su
lugar, aún perturbado por la terrible amenaza de perder el trabajo. Aunque
había algo más en el fondo, otro motivo de su desazón, que no alcanzaba a
conocer ni él mismo. Y se puso a seguir con su trabajo contable.
López había conocido a Lucy en
el autobús, ya que sus respectivos trabajos estaban sobre la misma ruta. Ella
trabajaba como enfermera en un hospital privado del centro de la ciudad y, una
vez que iban en el mismo transporte, él amablemente le ofreció su lugar. Al
verla, su rostro le había parecido tener un resplandor que le daba confianza: «Ésta
sí sabe amar» –pensó, muy en el fondo. Esa vez, cuando ella bajó, se
despidieron con una mirada y una sonrisa muy francas, como asegurando un futuro
encuentro. Y así fue.
Los encuentros en el transporte se volvieron esperados
por López; en realidad, la parte más agradable de su rutina. Era la única
ocasión del día en que podía conversar humanamente con alguien. Lucy lo
comprendía, y él podía confesarse con ella como si fuera consigo mismo, sin la
más mínima reticencia. La alegría que le producía su trato con ella era de una
liberación extraordinaria; el amor que le llegó a tener era puro, es decir,
incondicional.
Empezaron a salir juntos, prolongando aquellas charlas en
que él se recreaba alegremente. A veces iban al cine, otras veces al parque o a
cenar juntos; en otras ocasiones, simplemente, Lucy iba a su casa, y la pasaban
juntos día y noche. Y todo parecía perfecto. Pero nunca, ninguno había
mencionado nada acerca de un compromiso formal. Y cuando López se atrevió a
mencionarlo, Lucy mutó su semblante.
-¿Qué? Pero si
eso no es necesario… Así estamos bien…
-¿No quieres
casarte conmigo? – Inquirió López, con cierto aire de tristeza-. Creí que todo
estaba bien entre nosotros.
-¡No todo!… -
Contestó, insidiosa-. Es cierto que nos llevamos bien y, en verdad, yo te
aprecio mucho, pero… Tú sabes… Esto es sólo una prueba y, la verdad, yo deseo
asegurar mi bienestar económico… Te lo iba decir…
Estas palabras de Lucy, como si hubiesen envenenado el
aire que él respiraba, le carcomían el corazón. Todo el idilio que había
imaginado de su vida con ella, todas sus esperanzas, se derrumbaban de súbito.
A pesar de esta situación, él le propuso continuar, con
la idea en mente de convencerla, y ella aceptó su propuesta. Sin embargo, ya
nada era igual que antes. Aquella confesión, quizás la única sincera que le
hiciera Lucy, había matado sus esperanzas y, con ello, su gozo y su buena
actitud presentes; y López era incapaz de revivirlas.
Eran ya las cinco de la tarde.
Algunos de sus compañeros ya se habían adelantado en salir. López finiquitaba
algunas operaciones en su escritorio, cuando sonó su celular.
-¡Bueno!
Era Salazar, un viejo compañero de la universidad con
quien solía ir de parranda. La llamada tenía ese fin. Y era muy significativa
para ambos, después de años de no verse. De alguna manera, le serviría para
salir un poco de su frustración amorosa platicar con alguien que lo pudiera
entender y aconsejar.
-Claro. Ahora estoy por salir del despacho. Si quieres
nos vemos en “El periodista” en una hora… Está bien… Hasta luego.
Entonces se levantó y salió del lugar, hacia la calle.
-«¿Qué habrá sido de Salazar en estos últimos años?» –Se
preguntaba, entre sí, mientras se encaminaba por la acera hacia la parada de los
camiones que lo llevaran al lugar de la reunión.
Ciertamente, sabía que su amigo se había casado hacía dos
años con Mónica, que era una compañera de la facultad. Pero ellos y otros
camaradas habían compartido entonces muchos momentos a los cuales él era ajeno,
en su habitual y congénito retiro de la chorcha vulgar. Por eso le inquietaba
saber el rumbo que había tomado la vida de sus amigos en el matrimonio. También
quería saber más acerca del éxito profesional de Salazar, de lo cual tenía sólo
vagas noticias.
Al internarse en el bar, el ambiente en penumbra y el
característico olor a alcohol revivieron en su memoria los pasados momentos de
compañerismo. Pero de eso ya habían pasado diez años, en los cuales no había
vuelto a ver a su excompañero; tan sólo sabía de lo que se enteraba a través de
otros, como lo de su matrimonio con Mónica.
-¡Mi estimado Adrián López! ¿Cómo le ha ido al señor?-
Oyó la voz entusiasta de Salazar, viniendo desde la barra. Allí estaba, algo
cambiado: más gordo, bien vestido, y prodigando un lenguaje mesurado y seguro,
calculado, que a López le dejó una mala impresión, como de hipocresía.
-¡Hola, Gilberto! ¿Cómo has estado?- Le dijo mientras se
estrechaban en un saludo y abrazo fraternal.
Se sentaron a la barra y pidieron unas cervezas. La
curiosidad de Adrián no menguó con el choque que recibió al ver el estado
físico y psicológico en que hallaba a su viejo amigo. Miraba con profunda
atención todos sus gestos y movimientos, a la par que hurgaba mentalmente,
meticulosamente, el sentido de sus palabras. Ese no parecía Salazar; parecía
otro que pretendía suplantarlo por algún oscuro motivo.
-Me enteré que ahora participas de las acciones de la
empresa en que trabajas- inquirió Adrián.
-¡Ah, sí! Veo que ya te fueron con el chisme… Fue algo
que me costó muchos años de esfuerzo. Esperaría que tú también cambiaras tu
suerte, si trabajaras en una empresa diferente, no en un despacho…
-Bueno, la verdad es que estoy bien así. Lo que más deseo
es tener tiempo libre, sin demasiadas preocupaciones.
-¿De veras? Pues ¡qué aburrido, hermano! Perdona que no
comparta ese deseo tuyo. Además, tú ya sabrás que me casé, y tengo que ver por
el bien de la familia.
-Sí, ya supe. Y, ¿cómo les ha ido?
-Pues bien, creo. Casi no nos vemos durante el día,
porque ambos trabajamos. Pero en la noche… tú ya sabes… Aunque todavía no
tenemos hijos. No creo que sea el momento de criarlos todavía.
Adrián volvió a sentir un impacto afectivo de tristeza al
oír estas palabras a Gilberto. No era lo que esperaba oír. Hubiera querido escucharle
decir que, a la par de un trabajo solvente, compartiera un buen tiempo con
Mónica, construyendo un proyecto de vida en común, con hijos, etc. Pero, todo
resultó en decepción.
-Bueno, espero que pronto los tengan, y que hagan una
verdadera familia.
-Sí, ya vendrá ese día. Y tú, ya verás que también vas a caer…
-¡Dios te oiga!
-Sí, pero no te atengas.
El resto de la charla no representó nada de especial
interés para Adrián, que siguió mirando con sorpresa a su interlocutor, como a
un extraño, más aún después de darse cuenta de su verdadera naturaleza.
Empezaba a advertir que la imagen que tenía era la del Gilberto joven que
conoció en la facultad. Este era un Gilberto ya envejecido, y no sólo por el
tiempo, sino por una enfermedad cuyos síntomas no había visto aún en aquellos
días de estudiante, porque no era el momento de su manifestación. Ahora, el mal
parecía avanzado, incurable.
Adrián llegó a su casa a
medianoche. En medio de la oscuridad, entre sus paredes, inmerso en el vértigo
que el alcohol le producía, se sentó a pensar. Estaba solo. Se sentía más solo
que nunca antes. Pensaba en él, en su vida sin sentido, y con todas las fuerzas
de su deseo trataba de recordar algo bueno en esa vida. Inexorablemente, fueron
desfilando frente a sus ojos los recuerdos tristes: la cotidiana desdicha por
no haber encontrado una vocación genuina a qué consagrarse, los fracasos
amorosos, y la soledad, sobre todo, que no era más que esa tristeza de saberse
ajeno a los demás, separado, desunido. Sí, la soledad era lo que más le dolía.
Pero en medio de ese mar tempestuoso de imágenes y
sentimientos tristes brillaba una tenue luz de alegría. Era él mismo, o más
bien dicho, su inquietud, su vida. De
pronto se dio cuenta de que la causa de su tristeza no residía tan sólo en la
mala suerte o en la adversidad de las circunstancias, sino en un secreto
propósito que se albergaba dentro de él, en su mente. Había sufrido porque
quería una vida distinta a la vida común. Reconoció su propio deseo y sonrió.
Pero el cansancio de la jornada le hizo cerrar los ojos…
Quizás mañana,
al despertar nuevamente, si lograra recordarlo, convertiría ese sueño en
realidad.
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