domingo, 29 de enero de 2012

Roxana




Roxana me miraba fijamente, como a través de mí. No pude evitar cierta desazón, aunque alegre. Hermosa, erguía su figura frente a mí: sus colgantes senos, como místicos frutos a los que sólo un ser superior podía acceder; y sus torneadas caderas, eran música ardiente a mis sentidos. Pero, era sobretodo la mirada suya, su mejor caricia, una caricia al alma.

Desde que la vi por primera vez cambié completamente mis hábitos cotidianos. Procuraba desayunar en el mismo lugar que ella, en la facultad de ingeniería; fingía leer junto al pasillo donde solía pasar; y soñaba, a toda hora, con ella. Dejé de andar con mis amigos, tornándome más solitario, con el único propósito de verla y, quizás, que ella me viera a mí, como aquella vez. Esta obsesión hizo también que descuidara mis estudios, con sus fatales consecuencias.

Pero, mis encuentros con Roxana no resultaban como los esperaba. Siempre se hallaba escoltada por sus amigas, además de que me traicionaba un extraño temor. ¿A qué se debía éste? No estaba seguro si era tan sólo por miedo a que si me aproximaba a ella no me aceptaría como yo lo esperaba, o a cierto vituperio de los demás, que imaginaba me sobrevendría por aspirar a los encantos de una mujer tan perfecta. Quizás eran ambas cosas. Así, pues, viví varios meses, que me parecieron eternos, la tragedia de esta contradicción entre mi deseo y mi excesivo pudor.

Yo trataba de paliar el dolor de mi tragedia con la poesía. Un sinnúmero de poemas caían en mi entorno como las hojas muertas de un árbol de otoño, en medio de mi desesperación. Hasta que un día todo eso se me acumuló en el alma y lo expresé en un solo grito, certero y escueto, llamándola a mi lado, pronunciando la mágica palabra, su nombre: Roxana. Sabía que mi llamado había subido hasta el cielo, que había sido escuchado, y me levanté seguro, con la certeza de que ella estaría conmigo, no sabía cómo ni cuando, pero lo sabía y no podía dudarlo.

Ese día fue el resplandor de su voz que me dijo desde sí: “Aquí estoy, fiel a tu deseo”. Maravilloso. El mundo entero era mío: Roxana era mía. Y era un día común, igual que ahora.


El tiempo junto a Roxana no parecía transcurrir, como si no existiera. Sólo su imagen llenaba mi conciencia. Toda mi vida giraba a su alrededor. Y sin embargo, esta vida era riquísima en sorpresas: nos descubríamos a diario, y a diario volvíamos a sernos extraños. En el Parque, en el Malecón o en las veces que salíamos de la ciudad a conocer otros lugares, y sobretodo en los relieves de nuestros actos y de nuestras palabras, se gestaba nuestro mundo. Ciertamente, cuando no estaba con Roxana, pensaba en alguna actitud suya o en algunas frases que me hubieran sido extrañas. Reflexionaba sobre su persona, y cuando volvía a verla y surgía el tema, le revelaba esas ideas que le eran desconocidas a pesar de tratar sobre ella misma; y Roxana terminaba por aceptar algo de verdad en ellas, sorprendida.

Un día, yo la esperaba con incertidumbre en la Plazuela Rosales. No estaba seguro si habíamos hecho cita o no, o si realmente era en ese lugar. Era extraño. Era como si Roxana no existiera físicamente, sino que fuera una especie de fantasma, una especie de ilusión de mi conciencia. Dudaba de todo ese mundo que creía haber construido junto con ella o, más bien, no me resultaba del todo satisfactorio si no lo podía palpar; necesitaba una certeza sensible de ello. Sólo el contacto físico, carnal, podía aliviar aquella angustia que me sofocaba. Cuando ella llegó, advertí que había experimentado la misma incertidumbre.

Inadvertidamente estuvimos el primer día en mi habitación estudiantil. Roxana llevaba un vestido de seda, ligero, suave y cálido como un aliento humano. Y su calor, convertido en un vapor celestial, nos envolvió a los dos juntos, en un solo cuerpo. El beso, nuestro beso, fulguraba en nuestras cabezas como un relámpago en la oscuridad, profundo, queriendo anidarse en nuestras entrañas. Yo sentía la forma de su cuerpo en mis manos y eso me devolvía la certeza de su existencia, y la mía propia. Era cierto, ya no podía dudarlo. La mujer de mis sueños era una realidad.

Mi dicha era perfecta, aunque no la compartía con nadie. Sólo éramos ella y yo; lo demás no importaba. Por ello, el momento en que me encontré con aquel viejo significó un mal augurio. Era un profesor de la facultad que nunca me había dado clases, ni tampoco lo había visto dar a otros. Daba la impresión de no existir, es decir, de ser como un eco de un pasado ya extinto, casi olvidado. Pero su voz la escuché muy clara: “¿Acaso crees, niño, que hay un Destino?” Sin que hubiese tenido ninguna conferencia con él, sabía lo que pensaba, seguramente porque me había observado con Roxana, sin que me diera cuenta. Sus comentarios me exasperaban, sobretodo por calificarme de “niño”. Sin embargo, la novedad de su discurso despertaba la curiosidad de mi espíritu y me hacía escucharlo con atención, sopesando sus palabras:

-El amor a un destino ilusorio conduce a la impotencia más vil en el hombre, por la cual es capaz del homicidio. Y esto significa también su propia muerte. Escucha con atención lo que te digo y hazlo: no creas a ninguna ilusión de destino realizado, antes bien, trabaja constantemente por tu deseo en tu realidad.

Creí entender vagamente el oráculo que, sin embargo, despreciaba. No podía permitirme romper con la alegría que mi noviazgo con Roxana significaba, tan sólo por los desvaríos de un anciano loco. No obstante, un cierto vestigio de cautela se atisbó en mi conducta desde entonces.


Lo que había entrevisto en la actitud de Roxana algunas veces como una mera inclinación natural, que no representaba ningún peligro para nuestra relación, se fue revelando poco a poco en su verdadero sentido. Éramos tan unidos, que a cualquier cosa que la afectase yo era sensible en ese momento y tenía conciencia de ello. Sus ojos, la expresión de su cara, un leve cambio en su conducta, me lo decían todo con claridad. En muchos sitios donde nos reuníamos había advertido que Roxana deseaba a cierto tipo de hombre, muy distinto de mí, por cierto. Pero, aunque vacilaba un poco en mi interior la fe en ella, enseguida, su mano estrechada por la mía, su frente sobre mi pecho y su sonrisa abierta hacia mí, me devolvían cualquier confianza que le hubiese perdido. Roxana era mía.

En cierta ocasión, en la facultad, estábamos ella y yo conversando con sus amigas, y una de ellas nos presentó a su novio. Correspondía a su prototipo, por lo cual advertí su reacción cuando lo miró. Se trataba de un médico recién egresado.

-¿Y ya trabajas? - Preguntó ella, en un tono de meloso interés.

Las miradas que se cruzaban entre ellos eran profundas, y esa actitud de Roxana en mi presencia me dolió bastante. Parecía que yo ya no importaba, que ni siquiera existía. En cuanto a él, de momento, podía tener mi indulto, puesto que no sabía cuál era la situación.

-Roxana, tenemos que irnos, ¿o ya lo olvidaste? – Le dije, con la voz un poco lastimera.

Y nos fuimos. Pero nuestra relación se hallaba petrificada por un muro de silencio. La sonrisa que me obsequiaba era sólo por hábito; de nada valía cuando interiormente ya no éramos los mismos. Fue entonces cuando por fin me atreví a hacerle notar su gusto por esos prototipos de hombres. Ella lo negó, aunque con cierta reserva. Igual cuando le hice ver su inclinación hacia el médico.

-No seas tonto, Emanuel… Fíjate en lo que estás haciendo. –Me contestó con cierto aire de tristeza y temor, que pude percibir en su voz y la expresión de su rostro.

De verdad, Roxana no tenía conciencia de aquello de que le hablaba. Sin embargo, no tardó en darse cuenta que había mucho de cierto en ello. Pero, aún así, me juraba fidelidad, pues “ella me había escogido a mí”. ¡Qué endeble era para mí esa razón! Para mí: un creyente del destino del deseo. Si ella era predestinada para mí, no tenía por qué pasar aquello. Y ahora creía ver que su destino no era yo. Esto me produjo un dolor indescriptible, que iba creciendo en la misma medida en que constataba sus amoríos con el médico.


Llegó el fin de semestre, el inicio de las vacaciones, y yo volvería a mi terruño, a la casa de mi madre. Eran los días de las posadas. Y los alumnos de nuestra facultad celebraríamos una en la Isla de Orabá. Allí estuvimos Roxana y yo, y el otro, que acompañaba a su novia. La fiesta empezó a las cinco de la tarde, con el crepúsculo. Mientras ella charlaba con sus amigas y ayudaba en la colocación de la piñata, yo recordaba el sentido que para mí había adquirido un momento así desde que conocí a Roxana: el suave velo de la noche que se anunciaba despertaba en su faz una extraña sonrisa, dulce y temible. Era el preámbulo de los besos y caricias que la luz del sol, en cierto modo, proscribía.

Me acerqué al margen del río, y lo contemplé largo rato. Me dejé hipnotizar por su carrera muelle y silenciosa, incesante… Con las sombras que se cernían sobre él, se asemejaba a un monstruo dormido, divagante, caótico. De súbito, sentí un escalofrío, como si algo terrible se acercara. Oí unos pasos a mi espalda y volví la vista. Era el médico, que venía con un aire de seguridad hacia mí. No le bastaba haberme privado del amor que Roxana había puesto en mí: ahora quería burlarse, reírse en mi cara.

-¿Cómo estás? ¿Saboreando la melancolía del río crepuscular? – Y soltó una risita burlona. - ¡Vamos, viejo, no seas niño!

No pude constreñir el deseo imperioso de borrarlo de mi vista. Loco de ira y de venganza levanté mi brazo esgrimiendo un cuchillo que había tomado de entre los enseres de la fiesta, y lo clavé con furia en su corazón. Sentí en mi mano los espasmos de su muerte, como una corriente eléctrica que me sacudía, mientras me miraba aún con aquella mirada de ironía que ahora estaba hueca, sin vida. Mis labios empezaron a temblar, en un acceso de miedo, a punto del sollozo por haber matado a un semejante, y de una ira más que salvaje hacia tan odiado objeto. Entonces, saqué el cuchillo y con renovada furia cercené su garganta. Mis manos recibían el baño de su cálida sangre con un gozo delirante, frenético. Y lo arrojé al río, donde las oscuras aguas consumieron al bermejo, cómplices de mi locura.

-¡Emanuel! – Se escuchó lejano el grito de Roxana, llamándome.

Entonces desperté de mi espanto. Estaba con el agua arriba de las rodillas, pero mojado hasta la cabeza, en medio de la noche. En cuanto me fue posible, reaccioné y pude salir de mi ignominia, de mi delirio. Así me presenté frente a Roxana y él, empapado. Ya habían pedido posada, María y José, y los pastores, y ya habían roto la piñata. Y yo, Emanuel (qué singular sonaba ahora mi nombre), me sentía aún poseído por la pesadilla de que acababa de emerger.

-¿Qué estabas haciendo? – Me preguntó ella, mientras me veía de pies a cabeza, sorprendida de mi estado. El médico también se miraba confundido.

Yo sólo los miré con cierto ánimo de piedad. El viejo oráculo había tenido razón. Si ella estaba ahí, junto a él, era por mi propia culpa. Roxana no era mía; Roxana era Roxana. Y yo, por primera vez juzgado y redimido, tenía la oportunidad de ser yo mismo. Roxana era Roxana, y yo, Emanuel. Dos personas libres.

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