Roxana me miraba fijamente, como a través de mí. No pude evitar cierta desazón, aunque alegre. Hermosa, erguía su figura frente a mí: sus colgantes senos, como místicos frutos a los que sólo un ser superior podía acceder; y sus torneadas caderas, eran música ardiente a mis sentidos. Pero, era sobretodo la mirada suya, su mejor caricia, una caricia al alma.
Desde que la vi por
primera vez cambié completamente mis hábitos cotidianos. Procuraba desayunar en
el mismo lugar que ella, en la facultad de ingeniería; fingía leer junto al
pasillo donde solía pasar; y soñaba, a toda hora, con ella. Dejé de andar con
mis amigos, tornándome más solitario, con el único propósito de verla y,
quizás, que ella me viera a mí, como aquella vez. Esta obsesión hizo también
que descuidara mis estudios, con sus fatales consecuencias.
Pero, mis encuentros con Roxana no
resultaban como los esperaba. Siempre se hallaba escoltada por sus amigas, además
de que me traicionaba un extraño temor. ¿A qué se debía éste? No estaba seguro
si era tan sólo por miedo a que si me aproximaba a ella no me aceptaría como yo
lo esperaba, o a cierto vituperio de los demás, que imaginaba me sobrevendría
por aspirar a los encantos de una mujer tan perfecta. Quizás eran ambas cosas.
Así, pues, viví varios meses, que me parecieron eternos, la tragedia de esta
contradicción entre mi deseo y mi excesivo pudor.
Yo trataba de paliar el dolor de mi
tragedia con la poesía. Un sinnúmero de poemas caían en mi entorno como las
hojas muertas de un árbol de otoño, en medio de mi desesperación. Hasta que un
día todo eso se me acumuló en el alma y lo expresé en un solo grito, certero y
escueto, llamándola a mi lado, pronunciando la mágica palabra, su nombre:
Roxana. Sabía que mi llamado había subido hasta el cielo, que había sido
escuchado, y me levanté seguro, con la certeza de que ella estaría conmigo, no
sabía cómo ni cuando, pero lo sabía y no podía dudarlo.
Ese día fue el resplandor de su voz
que me dijo desde sí: “Aquí estoy, fiel a tu deseo”. Maravilloso. El mundo
entero era mío: Roxana era mía. Y era un día común, igual que ahora.
El
tiempo junto a Roxana no parecía transcurrir, como si no existiera. Sólo su
imagen llenaba mi conciencia. Toda mi vida giraba a su alrededor. Y sin
embargo, esta vida era riquísima en sorpresas: nos descubríamos a diario, y a
diario volvíamos a sernos extraños. En el Parque, en el Malecón o en las veces
que salíamos de la ciudad a conocer otros lugares, y sobretodo en los relieves
de nuestros actos y de nuestras palabras, se gestaba nuestro mundo. Ciertamente,
cuando no estaba con Roxana, pensaba en alguna actitud suya o en algunas frases
que me hubieran sido extrañas. Reflexionaba sobre su persona, y cuando volvía a
verla y surgía el tema, le revelaba esas ideas que le eran desconocidas a pesar
de tratar sobre ella misma; y Roxana terminaba por aceptar algo de verdad en
ellas, sorprendida.
Un día, yo la esperaba con
incertidumbre en la Plazuela Rosales. No estaba seguro si habíamos hecho cita o
no, o si realmente era en ese lugar. Era extraño. Era como si Roxana no
existiera físicamente, sino que fuera una especie de fantasma, una especie de
ilusión de mi conciencia. Dudaba de todo ese mundo que creía haber construido
junto con ella o, más bien, no me resultaba del todo satisfactorio si no lo
podía palpar; necesitaba una certeza sensible de ello. Sólo el contacto físico,
carnal, podía aliviar aquella angustia que me sofocaba. Cuando ella llegó,
advertí que había experimentado la misma incertidumbre.
Inadvertidamente estuvimos el primer
día en mi habitación estudiantil. Roxana llevaba un vestido de seda, ligero,
suave y cálido como un aliento humano. Y su calor, convertido en un vapor
celestial, nos envolvió a los dos juntos, en un solo cuerpo. El beso, nuestro
beso, fulguraba en nuestras cabezas como un relámpago en la oscuridad,
profundo, queriendo anidarse en nuestras entrañas. Yo sentía la forma de su
cuerpo en mis manos y eso me devolvía la certeza de su existencia, y la mía
propia. Era cierto, ya no podía dudarlo. La mujer de mis sueños era una
realidad.
Mi dicha era perfecta, aunque no la
compartía con nadie. Sólo éramos ella y yo; lo demás no importaba. Por ello, el
momento en que me encontré con aquel viejo significó un mal augurio. Era un
profesor de la facultad que nunca me había dado clases, ni tampoco lo había
visto dar a otros. Daba la impresión de no existir, es decir, de ser como un
eco de un pasado ya extinto, casi olvidado. Pero su voz la escuché muy clara:
“¿Acaso crees, niño, que hay un Destino?” Sin que hubiese tenido ninguna
conferencia con él, sabía lo que pensaba, seguramente porque me había observado
con Roxana, sin que me diera cuenta. Sus comentarios me exasperaban, sobretodo
por calificarme de “niño”. Sin embargo, la novedad de su discurso despertaba la
curiosidad de mi espíritu y me hacía escucharlo con atención, sopesando sus
palabras:
-El
amor a un destino ilusorio conduce a la impotencia más vil en el hombre, por la
cual es capaz del homicidio. Y esto significa también su propia muerte. Escucha
con atención lo que te digo y hazlo: no creas a ninguna ilusión de destino
realizado, antes bien, trabaja constantemente por tu deseo en tu realidad.
Creí entender vagamente el oráculo
que, sin embargo, despreciaba. No podía permitirme romper con la alegría que mi
noviazgo con Roxana significaba, tan sólo por los desvaríos de un anciano loco.
No obstante, un cierto vestigio de cautela se atisbó en mi conducta desde
entonces.
Lo que había
entrevisto en la actitud de Roxana algunas veces como una mera inclinación
natural, que no representaba ningún peligro para nuestra relación, se fue
revelando poco a poco en su verdadero sentido. Éramos tan unidos, que a
cualquier cosa que la afectase yo era sensible en ese momento y tenía
conciencia de ello. Sus ojos, la expresión de su cara, un leve cambio en su
conducta, me lo decían todo con claridad. En muchos sitios donde nos reuníamos
había advertido que Roxana deseaba a cierto tipo de hombre, muy distinto de mí,
por cierto. Pero, aunque vacilaba un poco en mi interior la fe en ella,
enseguida, su mano estrechada por la mía, su frente sobre mi pecho y su sonrisa
abierta hacia mí, me devolvían cualquier confianza que le hubiese perdido.
Roxana era mía.
En cierta ocasión, en la facultad,
estábamos ella y yo conversando con sus amigas, y una de ellas nos presentó a
su novio. Correspondía a su prototipo, por lo cual advertí su reacción cuando
lo miró. Se trataba de un médico recién egresado.
-¿Y ya trabajas? - Preguntó ella, en
un tono de meloso interés.
Las miradas que se cruzaban entre
ellos eran profundas, y esa actitud de Roxana en mi presencia me dolió
bastante. Parecía que yo ya no importaba, que ni siquiera existía. En cuanto a
él, de momento, podía tener mi indulto, puesto que no sabía cuál era la
situación.
-Roxana, tenemos que irnos, ¿o ya lo
olvidaste? – Le dije, con la voz un poco lastimera.
Y nos fuimos. Pero nuestra relación
se hallaba petrificada por un muro de silencio. La sonrisa que me obsequiaba
era sólo por hábito; de nada valía cuando interiormente ya no éramos los
mismos. Fue entonces cuando por fin me atreví a hacerle notar su gusto por esos
prototipos de hombres. Ella lo negó, aunque con cierta reserva. Igual cuando le
hice ver su inclinación hacia el médico.
-No seas tonto, Emanuel… Fíjate en
lo que estás haciendo. –Me contestó con cierto aire de tristeza y temor, que
pude percibir en su voz y la expresión de su rostro.
De verdad, Roxana no tenía
conciencia de aquello de que le hablaba. Sin embargo, no tardó en darse cuenta
que había mucho de cierto en ello. Pero, aún así, me juraba fidelidad, pues
“ella me había escogido a mí”. ¡Qué endeble era para mí esa razón! Para mí: un
creyente del destino del deseo. Si ella era predestinada para mí, no tenía por
qué pasar aquello. Y ahora creía ver que su destino no era yo. Esto me produjo
un dolor indescriptible, que iba creciendo en la misma medida en que constataba
sus amoríos con el médico.
Llegó el fin de
semestre, el inicio de las vacaciones, y yo volvería a mi terruño, a la casa de
mi madre. Eran los días de las posadas.
Y los alumnos de nuestra facultad celebraríamos una en la Isla de Orabá. Allí
estuvimos Roxana y yo, y el otro, que acompañaba a su novia. La fiesta empezó a
las cinco de la tarde, con el crepúsculo. Mientras ella charlaba con sus amigas
y ayudaba en la colocación de la piñata, yo recordaba el sentido que para mí
había adquirido un momento así desde que conocí a Roxana: el suave velo de la
noche que se anunciaba despertaba en su faz una extraña sonrisa, dulce y
temible. Era el preámbulo de los besos y caricias que la luz del sol, en cierto
modo, proscribía.
Me acerqué al margen del río, y lo
contemplé largo rato. Me dejé hipnotizar por su carrera muelle y silenciosa,
incesante… Con las sombras que se cernían sobre él, se asemejaba a un monstruo
dormido, divagante, caótico. De súbito, sentí un escalofrío, como si algo
terrible se acercara. Oí unos pasos a mi espalda y volví la vista. Era el
médico, que venía con un aire de seguridad hacia mí. No le bastaba haberme
privado del amor que Roxana había puesto en mí: ahora quería burlarse, reírse
en mi cara.
-¿Cómo estás? ¿Saboreando la
melancolía del río crepuscular? – Y soltó una risita burlona. - ¡Vamos, viejo,
no seas niño!
No pude constreñir el deseo
imperioso de borrarlo de mi vista. Loco de ira y de venganza levanté mi brazo
esgrimiendo un cuchillo que había tomado de entre los enseres de la fiesta, y
lo clavé con furia en su corazón. Sentí en mi mano los espasmos de su muerte,
como una corriente eléctrica que me sacudía, mientras me miraba aún con aquella
mirada de ironía que ahora estaba hueca, sin vida. Mis labios empezaron a
temblar, en un acceso de miedo, a punto del sollozo por haber matado a un
semejante, y de una ira más que salvaje hacia tan odiado objeto. Entonces,
saqué el cuchillo y con renovada furia cercené su garganta. Mis manos recibían
el baño de su cálida sangre con un gozo delirante, frenético. Y lo arrojé al
río, donde las oscuras aguas consumieron al bermejo, cómplices de mi locura.
-¡Emanuel! – Se escuchó lejano el
grito de Roxana, llamándome.
Entonces
desperté de mi espanto. Estaba con el agua arriba de las rodillas, pero mojado
hasta la cabeza, en medio de la noche. En cuanto me fue posible, reaccioné y
pude salir de mi ignominia, de mi delirio. Así me presenté frente a Roxana y él,
empapado. Ya habían pedido posada, María y José, y los pastores, y ya habían
roto la piñata. Y yo, Emanuel (qué singular sonaba ahora mi nombre), me sentía
aún poseído por la pesadilla de que acababa de emerger.
-¿Qué
estabas haciendo? – Me preguntó ella, mientras me veía de pies a cabeza,
sorprendida de mi estado. El médico también se miraba confundido.
Yo
sólo los miré con cierto ánimo de piedad. El viejo oráculo había tenido razón.
Si ella estaba ahí, junto a él, era por mi propia culpa. Roxana no era mía;
Roxana era Roxana. Y yo, por primera vez juzgado y redimido, tenía la
oportunidad de ser yo mismo. Roxana era Roxana, y yo, Emanuel. Dos personas
libres.
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